sábado, 19 de noviembre de 2011

Franciscanos, pokemons y pueblerinos alemanes.

No recuerdo que cené aquella noche, pero fuera lo que fuera hizo una extraña reacción cuando cerré los párpados.

Estaba en mi casa, viendo la televisión, en un cuarto casi vacío y claustrofóbico, oscuro, delante de mí solo había una lámpara larga que se retorcía y la televisión era de lo más antigüa, casi resultaba imposible creer que se viera en color. Estaban retransmitiendo el telediario, informaba sobre un accidente de un avión lleno de voluntarios camino de un país subdesarrollado, pensé en la ironía de la situación. Por suerte había sobrevivido una persona, era mi hermano.
Luego llegó el que sentía que era mi padre, ya que su silueta junto con la de mi hermano estaban demasiado difuminadas en aquel sueño. Mi padre había planeado un viaje para los tres, a Alemania. Hasta aquí todo parecía ser normal.
Rápidamente me vi transportado a una gran selva, estábamos de camino a Alemania, creo que, con la reciente noticia del avión estrellado, optamos por ir andando.
Y llegamos por fin a unas tierras campestres, una explanada kilométrica de césped y vegetación corta. De hecho notaba la humedad del ambiente en mi cuerpo cuando el frío me calaba los huesos.
En medio de esa semi-nada tan verde, ese sitio en ninguna parte, se alzaba imponente mi instituto, un edificio 5 veces más alto en el mundo onírico que en el real, al mirar su tejado desde abajo parecía que se te iba a caer encima ya que se inclinaba hacia tí, si te acercabas alterabas la percepción y parecía que no quería ser tocado, como si tuviera vida propia.
Un grupo de pueblerinos alemanes, aparentemente amigos todos de mi padre nos animaron a unirnos a ellos, al principio yo discutí acaloradamente con uno, solo recuerdo que articulábamos sin pensar y de forma enérgica muchos bla bla blas seguidos. Pero luego nos hicimos muy amigos. Nos colamos en un parque gigante infantil cubierto, una claraboya le proporcionaba al ambiente un toque un poco lúgubre y lleno de ácaros.
Como si de un parque de atracciones recién abierto se tratase, eramos muchos los que esperábamos en la cola para entrar, pero nosotros no teníamos la preferencia, sino unos monjes franciscanos. Yo me pregunté por qué y fuí a su despacho que curiosamente estaba a dos pasos tras una puerta a preguntarles la razón de tal desigüaldad, se rieron de mí y sometieron a mi padre a un examen de arquitectura. Me perdí como quien no quiere la cosa por laberínticos pasillos de madera que nunca acababan. Todo estaba iluminado por luz de fuego dentro de lámparas de cristal y de repente me cruce con un franciscano sonriente que llevaba de mascota un Snorlax igual de sonriente, dicho franciscano propinaba constantes golpes sobre la colosálmente obesa criatura. En un alarde de altruismo le dije a la montaña de grasa que se bamboleaba con cada golpe que se rebelará, que no tenía porque aguantar tal tortura. La bestia me hizo caso y empezó a hundir sus garras en la piel del anciano que ahora se hacía una bola en el suelo, Snorlax le remató a patadas, se hizo amigo mio y el sueño se fue diluyendo con el color negro hasta que desperté.

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